27 de noviembre de 2012

Tengo miedo


Una mujer, una madre saharaui, en Territorio Ocupado

De lo que podría pensar, un día cualquiera,
una mujer saharaui cualquiera, en Territorio ocupado.

Tengo miedo.
Mi hijo quiere entrar en el ejército de liberación, me dice que por qué no lucho, que si me he pasado al otro bando, que si el miedo me ha comido las entrañas y robado el seso. Bueno, apenas lo dice, pero sus ojos rebeldes me lo gritan. Él quiere luchar, quiere la libertad, "morir en la arena", si es necesario.
Y sí, tiene razón, tengo miedo, pero lo que él no sabe, o no se acuerda, es que hasta hace poco yo era activista también, en silencio, pues en los territorios ocupados no se nos permite hablar de eso, pero activista. Una activista pacífica, que soñaba con la diplomacia de los grandes, mientras yo aquí iba juntando poco a poco amigas, conocidas, y nos íbamos uniendo, y tratábamos de ayudar a los que tenían menos suerte que nosotras y eran descubiertos “en su rebelión” por las autoridades marroquíes. No llevo la cuenta de los niños (pues así me parecían, tan jóvenes) que tuve que vendar con remiendos de trapos hervidos, que tuve que acunar en mi regazo mientras ellos trataban de contener las lágrimas de dolor, pues un luchador por la libertad no debería llorar.
Así varios años, y las cosas no cambiaban. Y yo me casé, y quedé embarazada de mi pequeño, ahora tan rebelde. Y mis amigas, también. Desgraciadas, con un hijo y un marido los marroquíes tienen más poder sobre ti. Nos prendieron, a una compañera y a mí, por sedición y levantamiento contra el régimen establecido. La cárcel fue nuestra casa durante los dos días que nos mantuvieron retenidas, infligiéndonos toda clase de torturas. No quiero hablar, no quiero recordar. Los golpes no eran lo que más dolía. Yo no soy la más fuerte, y a mí me doblegaron. ¿Qué iba a hacer, si amenazaban a mi bebé, que estaba en casa con su padre? Me gritaban que lo iban a matar, que si seguía siendo una rebelde, sería mi hijo el que lo pagara. Me llamaban traidora, una traidora a Marruecos, país que liberó a mi pueblo de los españoles. Que tal vez un día camino de la escuela, mi niño no volviera nunca más. Y lloré, y sí, hijo mío, el miedo me comió las entrañas, el miedo por ti.
Tengo miedo, hoy que has vuelto a casa, ya todo un hombre, con puñetazos en la cara y las costillas. Me dices que no es nada, que una pelea con un amigo, sin importancia, que si el fútbol, que si una chica. Pero yo no te creo. No se puede decir nada a la policía, ¿qué si ha sido ella misma? Ah, dolor, el que yo salga de la rebelión no ha impedido que mi hijo entre. Y quiere sangre, quiere luchar con lo que tiene, está cansado de esperar. Si por él fuera, entraríamos ya en una guerra con Rabat.
"La diplomacia a muerto", me gritan sus ojos negros. Sueña con un Sáhara libre, sin marroquíes con más derechos que nosotros, un Sáhara sin miedo, un Sáhara independiente que fabrique su propio destino. Me dice: “Somos bombas a punto de explotar, pero no nos dejan, porque todavía están (y estás; me mira) con la bandera blanca en la mano. Pero esa mano se cansa, ¿sabes? Estoy cansado, estamos todos cansados. ¿Hasta cuándo vamos a esperar? Es mejor morir por una causa, que esperar”.
Tengo miedo, y me pregunto si huir o no a los territorios liberados. ¿Deberíamos abandonarlo todo y escapar? ¿Conseguiríamos siquiera cruzar el muro de la vergüenza? ¿Y vivir en un campamento? ¿Dejar la casa por una jaima, en medio del desierto más pedregoso e inhóspito? ¿Depender de ayuda internacional para poder siquiera comer; una ayuda internacional cada vez más escasa? Pero, aquí la situación es cada vez peor. Mi hijo, los hijos de todas.
Y nadie hace nada.

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