Sobre
la excepción cultural
La “excepción cultural” propiamente dicha viene del propio
carácter de la cultura, en cuya definición –ya de por sí compleja- la
encontramos reflejada, antes incluso que en medidas concretas relacionadas con
las políticas culturales. Con las distintas etapas de estas políticas el
concepto de cultura se ha ido ampliando, ha pasando de la “alta cultura” (pensemos
en Florencia y París, por ejemplo) a que fueran considerados cultura cada vez
más elementos, como manifestaciones populares, arte moderno, microculturas… Y
verles su intrínseca dimensión social.
Además de ese proceso de ampliación del concepto de cultura, se ha
“descosificado” ésta, dándole importancia al artista y al proceso cultural.
Precisamente a esa “descosificación”, que comenzó en los años 80, podemos
entender que la cultura es un sector que tiene “algo excepcional”, pues se
aleja de ser, simplemente, un producto.
Sobre la excepción cultural
no hay duda, nadie podría comparar los productos culturales con, por ejemplo,
ambientadores. Los productos culturales tienen una dimensión más allá de la
física que no tienen los demás. Es decir, un libro es algo más que una sucesión
de hojas de papel con manchas de tinta envueltas en dos tapas de cartón. Además
de eso, un libro representa una meta-dimensión, y eso pocas personas podrían
refutarlo.
Además, en numerosas cumbres a lo largo de la historia se ha
asociado la cultura con el estado del Bienestar y con el Desarrollo de un país,
lo cual reafirma que la cultura tiene un margen excepcional que la diferencia
de otros productos. Por ejemplo, en la Conferencia Mundial sobre las Políticas
Culturales (MONDIACULT, 1982) se estableció que “Sólo puede asegurarse un
desarrollo equilibrado mediante la integración de los factores culturales en
las estrategias para alcanzarlo”. Es decir, el desarrollo no es sólo económico
(como dijo Kenneth Ewarth Boulding, “Cualquiera que crea que un crecimiento
exponencial puede continuar para siempre en un mundo finito o es un loco o es
un economista”) sino que necesita imperativamente una dimensión y desarrollo
cultural.
Pero, el problema viene cuando la excepción cultural significa
también excepcionales medidas económicas. Como menciona el artículo La excepción cultural hace aguas en Francia,
del ABC, en el campo administrativo y económico no existe, al menos legislada y
compartida, una excepción cultural, ni en Europa, ni en EEUU ni Japón. Excepto
en el cine. Sin embargo, aunque no esté propiamente legislada, sí que cada
estado tiene medidas que apoyan, de un modo u otro, “su concepción
administrativa de la cultura”, que se traduce en diversas medidas (subvenciones,
aranceles a productos extranjeros, precios fijos, cuotas de emisión…) que
afectan a la economía. La economía nos duele a todos, y es ahí cuando aparecen
discrepancias en los distintos modelos.
El primero, el proteccionista, tiene a su mayor exponente en el
Estado francés. El Estado impone medidas que ayudan a la creación nacional
cultural, impulsando unas políticas quizá proteccionistas con la cultura. Es en
este modelo donde impera la “excepción cultural” en materia económica. La
cultura es un ámbito especial que necesita cierta protección frente a los “monstruos”
del capitalismo salvaje o EEUU, por ejemplo. En el otro lado, está el modelo
liberal del tío Sam. En este modelo (a muy grandes rasgos), el Estado
interviene de manera muy ligera en la promoción y financiación de la cultura,
dejando estas responsabilidades a donantes privados, apoyándoles a éstos con
desgravaciones fiscales, por ejemplo.
Ambos modelos tienen sus aspectos positivos y negativos. Como
vemos en el artículo Por la defensa del
precio fijo, medidas como ésa, aplicadas a, por ejemplo, los libros,
“pretenden proteger la creación nacional, los productos minoritarios y la
diversidad”, además de que, si esta medida (y en general, las políticas
culturales intervencionistas) no existiera, “el público perdería posibilidades
de tener una experiencia cultural que ayude a espolear el apetito por la
lectura y educar el gusto”.
Ésta es
una idea loable pero, también tiene sus contras. Por ejemplo, ¿quién es el que
decide qué cultura merece una subvención y cuál no? Es decir, el estado se
erige, en su papel paternalista, como el censor o “guía espiritual” de su
población. Cierto que lo hace “con buena intención”, pero no por ello está
absuelto de crítica.
El modelo
paternalista/proteccionista, en cierto sentido, recuerda al mito de la caverna
de Platón. Sólo uno, el filósofo, es capaz de guiar a los prisioneros de la
oscuridad hacia la luz verdadera, hiriente y dolorosa, pero real. El filósofo.
En el mito suena precioso, por supuesto, el filósofo es un héroe… pero ya
sabemos, también, que ese héroe platoniano es un dictador. Que es sabio y
conocedor de lo mejor para sus conciudadanos “menos instruidos”, sí. Pero sigue
siendo un dictador. Y, al igual que Platón, quizá al principio aboguemos por
esa dictadura del más capaz, pero, los riesgos son demasiado altos. Como
Platón, al final elegiremos un mal menor, la democracia.
Pero no es
Platón el único ejemplo. Vargas Llosa, citado por Fernando Trueba en el
artículo ¡Viva la excepción cultural! Habla de un “despotismo ilustrado versión
siglo veintiuno”. Trueba rechaza el argumento, pero, en cierto sentido, es
cierto. Alguien (tecnócratas, burócratas, políticos) sería el que establecería
que es cultura merecedora de “cuidado” y cuál no.
En el
artículo La excepción cultural hace agua
en Francia vemos como este modelo, impuesto a raja tabla, provoca también
muchos “fallos de guión” en la industria cultural. En este caso concreto, del
cine. Por ejemplo, dado que el gobierno francés impone que en la parrilla de
las cadenas televisivas haya como mínimo un 60% de obras audiovisuales europeas
y un 40 % de expresión original francesa, esto se transforma en una especie de
“pugilato permanente entre Hollywood y París; ya que los productores europeos
son ultraminoritarios, comparativamente, y la producción francesa queda
privilegiada de manera abrumadora”. Es decir, el articulista critica que la producción
francesa, mucho menor, es injustamente preponderada en las parrillas y
carteleras. Imagino que preferiría un porcentaje más adecuado a la cantidad de
películas; si las estadounidenses son –por decir un ejemplo- cincuenta veces
más numerosas, que los porcentajes de obligatoriedad se acercaran más a esa
realidad. Pero, como apunta La excepción
cultural hace agua en Francia, la razón de estas medidas es “imponer a los
espectadores un consumo obligado de productos nacionales”. Un problema de esta
preponderancia es que, si la producción francesa/europea ha de amoldarse a esas
cuotas de pantalla, se ha de producir lo suficiente. Por tanto, se fabricarían
películas no por la necesidad cultural o artística de ello, sino principalmente
para “rellenar” los números. Algo similar menciona el artículo –como podemos
ver, sumamente crítico con el modelo francés–: “Se produce mucho cine, pero
muchas de esas películas tienen una vida pública muy precaria, porque no
siempre alcanzan una cota mínima de aceptación y distribución”.
Sin embargo, el modelo intervencionista y proteccionista no es el
“lobo feroz” de las políticas culturales, ahíto y gordo tras cenarse a la
libertad y la democratización de la cultura. No debemos olvidar que sin estas
medidas de ayuda, muchos proyectos culturales no habrían visto la luz. Ya sean
películas experimentales, ya productos de directores nóveles o poco conocidos,
ya películas poco prometedoras comercialmente… Estoy pensando en la serie de
películas Azul, Blanco y Rojo, de
Krysztof Kieslowski (polaco de nombre y nacimiento, pero trabajó en el país
galo), por ejemplo. O, si no, lo que menciona Fernando Trueba sobre el
intervencionismo francés. Entre muchas otras cosas, “probablemente el cine
iraní de estos años, uno de los más interesantes y vivos de la actualidad, no
sería igual sin la colaboración francesa”.
De hecho, según el artículo ¡Viva
la excepción cultural!, “Washington y las majors de Hollywood intentan
aislar desde siempre a Francia del resto de sus aliados europeos en materia
cultural. Porque saben que eso sería la derrota definitiva del audiovisual
europeo”. Sin la colaboración francesa, probablemente ese “cine europeo” del
que se habla no existiría con la misma fuerza.
El modelo liberal tiene, pues, sus elementos positivos, pero no es
la inocente caperucita roja, sino más bien otro lobo disfrazado de cordero.
El artículo Por la defensa
del precio fijo menciona, y creo que bastante acertadamente, que “el puro
mercado, aplicado a los libros, no lleva más que al imperio del Best-Seller y
de las grandes superficies” y añade el periodista: “El libro –dicen- no se
puede abandonar a la pura ley del mercado, porque no es un producto más. Una
rosquilla es igual a cualquier otra, pero con los libros no ocurre así. Si los
libros se equiparan a las rosquillas, se harán libros como rosquillas”.
En mi opinión, eso es cierto. El libro es otro mercado, y tal como
va la situación, los bestsellers coparían el mercado, por su facilidad a la
hora de leerlos, el entretenimiento que proporcionan… el libro dejaría de ser
un espacio de reflexión más profunda para pasar a ser, tal vez, algo parecido
al visionado de la tv. Cuando vemos la televisión, nuestros ojos son, en todo
caso, los que realizan el esfuerzo, y nosotros somos pasivos fagocitadores de
la información que nos llega en forma de entretenimiento. No necesitamos “despertar
nuestra mente” para la mayoría de programas de ficción televisiva, al igual que
ocurre, (con excepciones, como siempre, estoy pensando en La elegancia del erizo, un bestseller -no-al uso) con los
bestsellers, libros de fácil ingestión.
Si se aplicara la liberalización del mercado de los libros, por
ejemplo, habría, como apunta el mismo artículo, “fuertes descuentos para los
títulos más difundidos; pero la reducción de márgenes y el aumento de gastos de
marketing en los éxitos se cargarán sobre los otros libros”.
Esta situación, provocada por el liberalismo económico y de
precios es, en cierta medida, contraproducente con la idea de que los libros
deben proporcionar cultura. Si entendemos los libros como simple
entretenimiento, la liberalización del mercado lo deja claro. Los más
entretenidos (que serían los mejores, en este modelo) son los que más se venden,
y obtienen mayores descuentos, mientras que la “selección natural” darwiniana
del liberalismo eliminará los que sean “malos”, es decir, no-divertidos para el
público general. Pero, si entendemos los libros como insufladores de cultura en
la población, no siempre lo más divertido-fácil-entretenido es lo que más
cultura otorga. Es por eso que, en cierto sentido, el modelo de la
liberalización no funciona.
Esto es lo que no ven los que critican el modelo proteccionista, a
la excepción cultural. De hecho, continúa el artículo Por la defensa del precio fijo, insisten en que “tampoco se ha
cumplido otra previsión de los partidarios de la "excepción
cultural": ahora hay más variedad de libros. En cinco años, el número
anual de títulos editados ha pasado de 93.000 a 104.000”. Sin embargo, habría
que ver si esta mayor variedad de libros es con libros tipo “rosquillas” o
libros de mayor profundidad y calidad.
En lo que sí están de acuerdo, es que “los beneficiarios del
precio libre son las cadenas de librerías y las grandes superficies que ofrecen
de casi todo”, por su poder de mercado y poder de negociación (o extorsión,
acusan los más radicales).
En resumen, ambos modelos son discutibles. Sin embargo, hoy en
día, y en este contexto de crisis económica, los gobiernos (incluido el
español, y exceptuando como siempre en este campo al francés) parece que
prefieren ir eliminando las excepciones culturales. Después de todo, tenemos
especialmente cerca, en España, el “fracaso” de las subvenciones en el caso más
conocido, el cine. Pero, eso no ha sido exclusivamente por la “maldad” de la
existencia de las subvenciones, sino más bien por las personas. Son personas
las que otorgan subvenciones sin que el proyecto sea realizable, son personas
las que creen que con la subvención basta, en lugar de buscar otras vías de
financiación, son personas las que, una vez otorgada la subvención, no exigen
resultados, y son personas las que entregan las subvenciones de manera “no del
todo correcta”, con arbitrariedad incluso. Las subvenciones en sí mismas no son
malas. Pueden ayudar a la emergencia de cines o literaturas que, en el
libre-mercado, estarían condenadas al ostracismo, y pueden ayudar, como dice
Fernando Trueba en el artículo escrito por él, a que el “Estado establezca unas
reglas del juego justas y vigile su cumplimiento”. Sin embargo, no debemos olvidar
ese “pueden ayudar”. Y ayudar no significa hacer todo el trabajo. La cultura,
por su propia excepción, necesita de mentes creativas, no exclusivamente de
dinero. Una subvención no es la solución, lo es el trabajo duro, la búsqueda de
financiación externa (por ejemplo “crowdfunding” o mecenazgo) y por supuesto de
fabricar -mejor dicho, crear- un buen producto, uno excepcional que merezca esa
excepcionalidad cultural.
No pretendo encontrar la perfecta solución. Tanto la visión
liberal como la paternalista tienen sus más y sus menos, sus pros y sus
contras. Ambos modelos son “perniciosos” si se llevan al extremo. Como siempre,
yo abogo por la educación. Si la sociedad ha sido educada desde la infancia en
no subordinar “lo bueno” a “lo entretenido”, será capaz, en un mundo de
liberalización de precios en la cultura, de seguir eligiendo lo mejor, sin
dejarse devorar por el Best-Seller. Pero claro, mientras tanto, mientras la
sociedad cuasi-utópica que imagino llega hasta ese punto… ¿qué sería mejor,
liberalizar los precios y “que gane el mejor” o controlarlos, como si el pueblo
fuera un niño pequeño que no sabe distinguir lo bueno de lo malo? No lo sé.
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