24 de febrero de 2013

"Que gane el mejor"


Sobre la excepción cultural


La “excepción cultural” propiamente dicha viene del propio carácter de la cultura, en cuya definición –ya de por sí compleja- la encontramos reflejada, antes incluso que en medidas concretas relacionadas con las políticas culturales. Con las distintas etapas de estas políticas el concepto de cultura se ha ido ampliando, ha pasando de la “alta cultura” (pensemos en Florencia y París, por ejemplo) a que fueran considerados cultura cada vez más elementos, como manifestaciones populares, arte moderno, microculturas… Y verles su intrínseca dimensión social.  Además de ese proceso de ampliación del concepto de cultura, se ha “descosificado” ésta, dándole importancia al artista y al proceso cultural. Precisamente a esa “descosificación”, que comenzó en los años 80, podemos entender que la cultura es un sector que tiene “algo excepcional”, pues se aleja de ser, simplemente, un producto.

 Sobre la excepción cultural no hay duda, nadie podría comparar los productos culturales con, por ejemplo, ambientadores. Los productos culturales tienen una dimensión más allá de la física que no tienen los demás. Es decir, un libro es algo más que una sucesión de hojas de papel con manchas de tinta envueltas en dos tapas de cartón. Además de eso, un libro representa una meta-dimensión, y eso pocas personas podrían refutarlo.

Además, en numerosas cumbres a lo largo de la historia se ha asociado la cultura con el estado del Bienestar y con el Desarrollo de un país, lo cual reafirma que la cultura tiene un margen excepcional que la diferencia de otros productos. Por ejemplo, en la Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales (MONDIACULT, 1982) se estableció que “Sólo puede asegurarse un desarrollo equilibrado mediante la integración de los factores culturales en las estrategias para alcanzarlo”. Es decir, el desarrollo no es sólo económico (como dijo Kenneth Ewarth Boulding, “Cualquiera que crea que un crecimiento exponencial puede continuar para siempre en un mundo finito o es un loco o es un economista”) sino que necesita imperativamente una dimensión y desarrollo cultural.

Pero, el problema viene cuando la excepción cultural significa también excepcionales medidas económicas. Como menciona el artículo La excepción cultural hace aguas en Francia, del ABC, en el campo administrativo y económico no existe, al menos legislada y compartida, una excepción cultural, ni en Europa, ni en EEUU ni Japón. Excepto en el cine. Sin embargo, aunque no esté propiamente legislada, sí que cada estado tiene medidas que apoyan, de un modo u otro, “su concepción administrativa de la cultura”, que se traduce en diversas medidas (subvenciones, aranceles a productos extranjeros, precios fijos, cuotas de emisión…) que afectan a la economía. La economía nos duele a todos, y es ahí cuando aparecen discrepancias en los distintos modelos.

El primero, el proteccionista, tiene a su mayor exponente en el Estado francés. El Estado impone medidas que ayudan a la creación nacional cultural, impulsando unas políticas quizá proteccionistas con la cultura. Es en este modelo donde impera la “excepción cultural” en materia económica. La cultura es un ámbito especial que necesita cierta protección frente a los “monstruos” del capitalismo salvaje o EEUU, por ejemplo. En el otro lado, está el modelo liberal del tío Sam. En este modelo (a muy grandes rasgos), el Estado interviene de manera muy ligera en la promoción y financiación de la cultura, dejando estas responsabilidades a donantes privados, apoyándoles a éstos con desgravaciones fiscales, por ejemplo.


Ambos modelos tienen sus aspectos positivos y negativos. Como vemos en el artículo Por la defensa del precio fijo, medidas como ésa, aplicadas a, por ejemplo, los libros, “pretenden proteger la creación nacional, los productos minoritarios y la diversidad”, además de que, si esta medida (y en general, las políticas culturales intervencionistas) no existiera, “el público perdería posibilidades de tener una experiencia cultural que ayude a espolear el apetito por la lectura y educar el gusto”.

Ésta es una idea loable pero, también tiene sus contras. Por ejemplo, ¿quién es el que decide qué cultura merece una subvención y cuál no? Es decir, el estado se erige, en su papel paternalista, como el censor o “guía espiritual” de su población. Cierto que lo hace “con buena intención”, pero no por ello está absuelto de crítica.

El modelo paternalista/proteccionista, en cierto sentido, recuerda al mito de la caverna de Platón. Sólo uno, el filósofo, es capaz de guiar a los prisioneros de la oscuridad hacia la luz verdadera, hiriente y dolorosa, pero real. El filósofo. En el mito suena precioso, por supuesto, el filósofo es un héroe… pero ya sabemos, también, que ese héroe platoniano es un dictador. Que es sabio y conocedor de lo mejor para sus conciudadanos “menos instruidos”, sí. Pero sigue siendo un dictador. Y, al igual que Platón, quizá al principio aboguemos por esa dictadura del más capaz, pero, los riesgos son demasiado altos. Como Platón, al final elegiremos un mal menor, la democracia.

Pero no es Platón el único ejemplo. Vargas Llosa, citado por Fernando Trueba en el artículo ¡Viva la excepción cultural!  Habla de un “despotismo ilustrado versión siglo veintiuno”. Trueba rechaza el argumento, pero, en cierto sentido, es cierto. Alguien (tecnócratas, burócratas, políticos) sería el que establecería que es cultura merecedora de “cuidado” y cuál no.

En el artículo La excepción cultural hace agua en Francia vemos como este modelo, impuesto a raja tabla, provoca también muchos “fallos de guión” en la industria cultural. En este caso concreto, del cine. Por ejemplo, dado que el gobierno francés impone que en la parrilla de las cadenas televisivas haya como mínimo un 60% de obras audiovisuales europeas y un 40 % de expresión original francesa, esto se transforma en una especie de “pugilato permanente entre Hollywood y París; ya que los productores europeos son ultraminoritarios, comparativamente, y la producción francesa queda privilegiada de manera abrumadora”. Es decir, el articulista critica que la producción francesa, mucho menor, es injustamente preponderada en las parrillas y carteleras. Imagino que preferiría un porcentaje más adecuado a la cantidad de películas; si las estadounidenses son –por decir un ejemplo- cincuenta veces más numerosas, que los porcentajes de obligatoriedad se acercaran más a esa realidad. Pero, como apunta La excepción cultural hace agua en Francia, la razón de estas medidas es “imponer a los espectadores un consumo obligado de productos nacionales”. Un problema de esta preponderancia es que, si la producción francesa/europea ha de amoldarse a esas cuotas de pantalla, se ha de producir lo suficiente. Por tanto, se fabricarían películas no por la necesidad cultural o artística de ello, sino principalmente para “rellenar” los números. Algo similar menciona el artículo –como podemos ver, sumamente crítico con el modelo francés–: “Se produce mucho cine, pero muchas de esas películas tienen una vida pública muy precaria, porque no siempre alcanzan una cota mínima de aceptación y distribución”.

Sin embargo, el modelo intervencionista y proteccionista no es el “lobo feroz” de las políticas culturales, ahíto y gordo tras cenarse a la libertad y la democratización de la cultura. No debemos olvidar que sin estas medidas de ayuda, muchos proyectos culturales no habrían visto la luz. Ya sean películas experimentales, ya productos de directores nóveles o poco conocidos, ya películas poco prometedoras comercialmente… Estoy pensando en la serie de películas Azul, Blanco y Rojo, de Krysztof Kieslowski (polaco de nombre y nacimiento, pero trabajó en el país galo), por ejemplo. O, si no, lo que menciona Fernando Trueba sobre el intervencionismo francés. Entre muchas otras cosas, “probablemente el cine iraní de estos años, uno de los más interesantes y vivos de la actualidad, no sería igual sin la colaboración francesa”.

De hecho, según el artículo ¡Viva la excepción cultural!, “Washington y las majors de Hollywood intentan aislar desde siempre a Francia del resto de sus aliados europeos en materia cultural. Porque saben que eso sería la derrota definitiva del audiovisual europeo”. Sin la colaboración francesa, probablemente ese “cine europeo” del que se habla no existiría con la misma fuerza.

El modelo liberal tiene, pues, sus elementos positivos, pero no es la inocente caperucita roja, sino más bien otro lobo disfrazado de cordero.

El artículo Por la defensa del precio fijo menciona, y creo que bastante acertadamente, que “el puro mercado, aplicado a los libros, no lleva más que al imperio del Best-Seller y de las grandes superficies” y añade el periodista: “El libro –dicen- no se puede abandonar a la pura ley del mercado, porque no es un producto más. Una rosquilla es igual a cualquier otra, pero con los libros no ocurre así. Si los libros se equiparan a las rosquillas, se harán libros como rosquillas”.

En mi opinión, eso es cierto. El libro es otro mercado, y tal como va la situación, los bestsellers coparían el mercado, por su facilidad a la hora de leerlos, el entretenimiento que proporcionan… el libro dejaría de ser un espacio de reflexión más profunda para pasar a ser, tal vez, algo parecido al visionado de la tv. Cuando vemos la televisión, nuestros ojos son, en todo caso, los que realizan el esfuerzo, y nosotros somos pasivos fagocitadores de la información que nos llega en forma de entretenimiento. No necesitamos “despertar nuestra mente” para la mayoría de programas de ficción televisiva, al igual que ocurre, (con excepciones, como siempre, estoy pensando en La elegancia del erizo, un bestseller -no-al uso) con los bestsellers, libros de fácil ingestión.

Si se aplicara la liberalización del mercado de los libros, por ejemplo, habría, como apunta el mismo artículo, “fuertes descuentos para los títulos más difundidos; pero la reducción de márgenes y el aumento de gastos de marketing en los éxitos se cargarán sobre los otros libros”.

Esta situación, provocada por el liberalismo económico y de precios es, en cierta medida, contraproducente con la idea de que los libros deben proporcionar cultura. Si entendemos los libros como simple entretenimiento, la liberalización del mercado lo deja claro. Los más entretenidos (que serían los mejores, en este modelo) son los que más se venden, y obtienen mayores descuentos, mientras que la “selección natural” darwiniana del liberalismo eliminará los que sean “malos”, es decir, no-divertidos para el público general. Pero, si entendemos los libros como insufladores de cultura en la población, no siempre lo más divertido-fácil-entretenido es lo que más cultura otorga. Es por eso que, en cierto sentido, el modelo de la liberalización no funciona.

Esto es lo que no ven los que critican el modelo proteccionista, a la excepción cultural. De hecho, continúa el artículo Por la defensa del precio fijo, insisten en que “tampoco se ha cumplido otra previsión de los partidarios de la "excepción cultural": ahora hay más variedad de libros. En cinco años, el número anual de títulos editados ha pasado de 93.000 a 104.000”. Sin embargo, habría que ver si esta mayor variedad de libros es con libros tipo “rosquillas” o libros de mayor profundidad y calidad.

En lo que sí están de acuerdo, es que “los beneficiarios del precio libre son las cadenas de librerías y las grandes superficies que ofrecen de casi todo”, por su poder de mercado y poder de negociación (o extorsión, acusan los más radicales).

En resumen, ambos modelos son discutibles. Sin embargo, hoy en día, y en este contexto de crisis económica, los gobiernos (incluido el español, y exceptuando como siempre en este campo al francés) parece que prefieren ir eliminando las excepciones culturales. Después de todo, tenemos especialmente cerca, en España, el “fracaso” de las subvenciones en el caso más conocido, el cine. Pero, eso no ha sido exclusivamente por la “maldad” de la existencia de las subvenciones, sino más bien por las personas. Son personas las que otorgan subvenciones sin que el proyecto sea realizable, son personas las que creen que con la subvención basta, en lugar de buscar otras vías de financiación, son personas las que, una vez otorgada la subvención, no exigen resultados, y son personas las que entregan las subvenciones de manera “no del todo correcta”, con arbitrariedad incluso. Las subvenciones en sí mismas no son malas. Pueden ayudar a la emergencia de cines o literaturas que, en el libre-mercado, estarían condenadas al ostracismo, y pueden ayudar, como dice Fernando Trueba en el artículo escrito por él, a que el “Estado establezca unas reglas del juego justas y vigile su cumplimiento”. Sin embargo, no debemos olvidar ese “pueden ayudar”. Y ayudar no significa hacer todo el trabajo. La cultura, por su propia excepción, necesita de mentes creativas, no exclusivamente de dinero. Una subvención no es la solución, lo es el trabajo duro, la búsqueda de financiación externa (por ejemplo “crowdfunding” o mecenazgo) y por supuesto de fabricar -mejor dicho, crear- un buen producto, uno excepcional que merezca esa excepcionalidad cultural.

No pretendo encontrar la perfecta solución. Tanto la visión liberal como la paternalista tienen sus más y sus menos, sus pros y sus contras. Ambos modelos son “perniciosos” si se llevan al extremo. Como siempre, yo abogo por la educación. Si la sociedad ha sido educada desde la infancia en no subordinar “lo bueno” a “lo entretenido”, será capaz, en un mundo de liberalización de precios en la cultura, de seguir eligiendo lo mejor, sin dejarse devorar por el Best-Seller. Pero claro, mientras tanto, mientras la sociedad cuasi-utópica que imagino llega hasta ese punto… ¿qué sería mejor, liberalizar los precios y “que gane el mejor” o controlarlos, como si el pueblo fuera un niño pequeño que no sabe distinguir lo bueno de lo malo? No lo sé.









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